Al tocar su fría piel, hecha de cartón piedra, sentía, que
ella no le sentía, al igual que el perro de escayola que vigilaba su entrada o
como el cuco de madera que le daba las horas, horas lentas y solitarias, en
aquella enorme casa, tan llena de cosas, tan vacía de vida.
Enanitos de piedra adornaban su jardín, pero, por más que
les hablara, jamás le respondían.
La más frustrante era ella, siempre allí sentada, con la
mirada perdida.
Quería que su sonrisa no estuviera pintada, que sus besos
fueran cálidos, escuchar su respiración cuando la tumbaba con él en la cama,
que sus dedos se movieran, que el reverso de su palma, acariciara sus mejillas.
Ansiaba que le tocara, deseando convertir en verdad, aquella
cruel mentira.